domingo, 22 de mayo de 2011

UN ARTICULO: El veneno de la intolerancia


FARID KURY
FARID KURY
En las elecciones de 2004, por razones muy valederas que no viene al caso explicar en esta nota, mi esposa asumió una posición política diferente a la mía. Ella no es una militante activa, como yo. Simplemente vota por el candidato de su preferencia. 
No pueden imaginar ustedes las llamadas que recibí y la cantidad de personas diciendo que no debía permitir eso.    
Incluso, en cierta forma, eso se convirtió en un motivo de comentarios en tertulias y hasta en reuniones, donde se me formulaban severas críticas, por mi supuesta flojedad, blandenguería y poca hombría. ! Que desgracia es la de la gente! Ya ustedes saben: Pueblo chiquito, infierno grande.
Pero yo no dije nada. Simplemente, me refugié en los muros del silencio.
Sabía, como sé, que el dominicano sufre de la venenosa enfermedad de la intolerancia,  que ha llevado a mucha gente, más de lo que podemos imaginar, al fracaso.
Digo todo eso, porque hace unas semanas atrás, visité la casa de unos amigos, y allí hube de recordar lo anterior. El hombre es un reconocido militante del PRD, que apoyaba al Ing. Vargas Maldonado, pero su esposa, que también es del PRD, apoyaba al ex presidente Hipólito Mejía.
El hombre estaba bravo, como un toro, con su querida esposa, porque ella le había dicho que en la convención votaría por Hipólito Mejía.
Para ese amigo, la posición de su esposa resultaba una ofensa intolerable, imposible de aceptar. En la discusión, que por momentos se tornó violenta, amenazó inclusive con el divorcio si ella no rectificaba. Oigan eso, con el divorcio. ¿Pueden ustedes imaginar una cosa así?
Decía que para él era una vergüenza no poder ni siquiera controlar el voto de su casa, de su mujer, y que eso le quitaba autoridad política en el partido. Que ya en una reunión, los compañeros le habían reprochado eso, diciéndole que él no era nadie, porque ni siquiera a su mujer controla.
 El hombre, en realidad, se sentía humillado, ofendido, desconsiderado, como que le habían mutilado su personalidad, su ego, su yo.
Días después, vi a la mujer participar en una caravana de Miguel Vargas.   Pasada la convención, la mujer me dijo que tuvo que hacerlo para evitar confrontaciones innecesarias y conservar su matrimonio, pero que como el voto era secreto, ella votó por el candidato de su simpatía, o sea, por Mejía.
La dominicana definitivamente es una sociedad intolerante. No estamos preparados para aceptar la opinión ni la forma de ser del otro.  Y eso es terrible.
Aunque El Jefe, Rafael L. Trujillo, se fue al infierno hace más de 50 años, la cultura del trujillismo se mantiene como el primer día. Aquí hay muchos trujillitos y aspirantes a trujillitos.
Todo el mundo, en todas partes, quiere dirigir, pero dirigir no para compartir el liderazgo, sino para imponer sus criterios.
La gente, por cuestiones de teorías políticas y hasta de moda, habla de democracia, de participación, de respetar el derecho a pensar y actuar diferente.
Pero eso sólo es teoría, bla, bla, bla. Somos intolerantes, y lo somos en todos los terrenos.
Es intolerante el profesor en su aula, el hombre en el hogar, el dirigente político en el partido, el empleador en la empresa, el director del medio de comunicación en su medio.
Es intolerante el sacerdote o el reverendo en el templo, los funcionarios en sus instituciones.
Son intolerantes los intelectuales, los académicos, los médicos, los ingenieros, los brutos, los inteligentes, los dirigentres deportivos, los dirigentes culturales, los ricos, los pobres, los blancos, los negros. Todos.
Definitivamente, la nuestra es una sociedad corroída por el veneno de la intolerancia.
Es innegable que la sociedad universal ha evolucionado en muchos aspectos, uno de los cuales es precisamente aceptar con mayor tolerancia las discrepancias.
Pero en la República Dominicana, desgraciadamente, es poco lo que hemos avanzado en materia de tolerancia. No hemos avanzado en la medida que debimos y pudimos hacerlo.
Aquí seguimos viendo el mundo desde una óptica maniqueísta que nos divide en blanco y negro, en buenos y malos. Las tonalidades no existen.
El que no es como yo o no cree en lo que yo creo no sirve, es imbécil, y un millón de calificativos más. Buenos y ángeles son los que comparten mis creencias y mi forma de ser. Eso sencillamente no es ni puede ser así.
Muchos crímenes y guerras se han cometido producto de esos razonamientos claramente descabellados y dañinos.
 Las creencias, la fe, el pensamiento, son algo muy personal, muy íntimos. Son indelegables y únicos.
 Después de todo, hace mucho tiempo sabemos que la verdad es relativa, por tanto, nadie es dueño de la verdad total o absoluta.
Así, nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a convertirse en censor de nadie. No somos jueces. La misma Biblia dice "No juzguéis para no ser juzgados"
La intolerancia es dañina para la sociedad y es dañina para cada individuo. Una sociedad intolerante, como la nuestra, está condenada a la frustración, a la violencia, a la separación, al sectarismo y al fanatismo.
Un individuo intolerante está llamado a tener bastante conflictos en su vida personal.
La intolerancia, definitivamente, no es una actitud ética. No es lo saludable. Esforzarse para que no se enquiste para siempre en nuestras mentes y corazones es lo correcto y es lo que cada ser humano, sincero consigo mismo, debiera tratar de lograr.
No es fácil. Lo sé, claro que lo sé.
Pero vale la pena al menos intentarlo.
    

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