RAÚL
ZECCA CASTEL
Nacer
en Haití, en el 80 por ciento de los casos, significa estar destinados a vivir
bajo el umbral de la pobreza extrema. Y en el mejor de los casos,
evidentemente, no por mucho tiempo.
La
esperanza de vida supera por poco los 60 años y la mortalidad infantil se sitúa
entre las más elevadas del mundo.
tasa
de desempleo es entorno al 40 por ciento y 4 años después del terremoto que
provocó más de 300 mil muertos, dejando huérfanos un millón de niños, Haití
continua siendo el país más pobre del hemisferio occidental encontrándose en
los últimos puestos de la clasificación del Índice de desarrollo humano de la
ONU.
No
hay que sorprenderse, pues, si cada año miles los haitianos deciden abandonar
su propia tierra y seres queridos para alcanzar la cercana República
Dominicana, con la ilusión de encontrar más allá de la frontera mejores
condiciones de vida. Cruzar el borde, sin embargo, no es una tarea simple, sobre
todo cuando no se tienen documentos ni permisos en regla.
Es
así que para muchos tiene comienzo una especie de calvario caribeño marcado por
la violencia y el dolor. El viaje, que puede durar varios días de camino, a
veces más de una semana, se realiza en pequeños grupos.
Los
migrantes durante su peregrinación hacia la esperanza son guiados por traficantes
s y dominicanos, a menudo con la complicidad de agentes de la policía y militares;
corrupto que puntualmente exigen un “peaje”.
Y el que no tiene dinero para
pagar es devuelto atrás. “Hemos cruzado la frontera por los montes,
caminando…”, cuenta Manil, un hombre de 33 años, “ tenía los pies gastados,
sangrientos…yo no sabía que era así…he pagado mucho dinero, 5mil pesos, para
venir aquí…yo no sabía…el tío me dice que iba a viajar en autobús, pero no era
verdad, entonces cuando empezamos a caminar yo le digo que las cosas no eran
así, devuélvame mi dinero, le digo, regreso a mi país, y él me dice que no, que
ya llegamos…y seguimos caminando 3 días más…en total 8 días, sin nada, tan solo
con agua, sin comer…”.
La
mayor parte de los migrantes haitianos no sabe lo que les espera una vez
cruzada la frontera. El sueño de un trabajo bien pagado y la confianza en un
nuevo futuro aleja las preocupaciones, volviendo soportables los sufrimientos y
los abusos sufridos durante el largo viaje. Pero es un sueño destinado a
romperse muy pronto.
Ser
desprovistos de documentos expone a los inmigrantes a condiciones no demasiado
diferentes de las que fueron sometidos sus antepasados esclavos.
Símbolo
por excelencia de esta cruda realidad son los bateyes, pequeños aglomerados de
barracas dispersos entre las inmensas plantaciones de caña de azúcar. Creados
para acomodar a los trabajadores durante la zafra, con el tiempo se han vuelto
en verdaderas comunidades invisibles, bastiones de pobreza y marginación.
Herencia de lo que en un tiempo no demasiado lejano fueron lugares similares a
campos de concentración, los bateyes constituyen todavía guetos sociales y
económicos reservados a la población de origen haitiana.
Es
aquí que se consume la tragedia humana de muchos trabajadores forzados a
sobrevivir día tras día en condiciones al borde de la suportación y de la
dignidad humana. Hacinados los unos sobre los otros en estos barracones,
hombres, mujeres y niños comparten espacios angostos y fatiscentes, sin
ventanas, energía eléctrica y agua corriente, durmiendo por el suelo o sobre
improbables camas de castillo, en colchones de espuma.
Son
los prisioneros del azúcar, victimas impotentes de un sistema de trabajo basado
en el engaño y el robo.
Antes
del comienzo de la zafra, cuando las varias empresas del azúcar están en busca
de mano de obra a bajo precio, las promesas vendidas a los trabajadores son
realmente tentadoras: buenos salarios, fiestas pagadas, premios de producción,
seguro social, liquidación, etc.
De
esta manera muchos haitianos se ilusionan de una fácil ganancia. La realidad,
sin embargo, se revela muy diferente al cabo de poco.
Los
días en los bateyes empiezan a las 4 de la mañana. Los braceros despiertan
cuando todavía no ha amanecido para aprovechar de los inusuales momentos de
frescura que caracterizan estas latitudes.
No
hay tiempo para el desayuno. Se tienen que afilar los machetes; una operación
delicada y minuciosa que dura varios minutos. Luego se procuran algo de agua y
esperan el bus de la empresa.
Antes
de las 6 las plantaciones que rodean los bateyes son invadidas por un pequeño
ejército de haitianos que se dedica a su Guerra cuotidiana con la caña de
azúcar. La actividad de los picadores, los cortadores, es un trabajo duro,
cansado y peligroso.
Pronto
el sol alcanza el zenit y la humedad se hace insoportable. Los polvos que se
levantan bajo los golpes de machete filtran en la nariz, en los ojos y en la
garganta. El sudor moja la ropa y el hambre devora los estómagos. No es inusual
que por un momento de inatención o por la fuerza que de repente se disminuyen
se cumpla algún error. En una concepción de la vida extremadamente fatalista,
los braceros muestran sus heridas de batalla sin énfasis, con el descuido de
quien esta resignado a lo inevitable.
Se
trabaja sin interrupción hasta 10-12 horas por día, a menudo el domingo también,
cortando cuanta más caña es posible. No existe algún contrato escrito, y menos
un salario fijo.
Se
les paga al destajo, según las toneladas acumuladas, pero el precio no esta
claro a nadie y las cuentas nunca salen: “ellos te dan lo que quieren”, repiten
todos “no importa cuánto has trabajado, te dan lo que ellos quieren porque no
puedes reclamar…porque si reclamas no trabajas…y si no trabajas no comes”.
La
lógica es perversa, pero el silogismo inatacable. El resultado es el silencio.
Así, los braceros aceptan cualquiera cantidad que se les dé, sometiéndose a la
arbitrariedad total de un sistema de chantaje que tiene su legitimación en la
falta de alternativas posibles.
Aquí,
de hecho, la caña de azúcar representa una mono cultura exclusiva y
totalizante, concentrada en las manos de pocas empresas consorciadas que se
reparten un rico oligopolio.
Cuando
los braceros regresan al batey, entonces, todo lo que han conseguido es el equivalente
de pocos dólares, apenas suficientes para un cuenco de arroz y un puñado de
habichuelas, lo que basta – quizás – para sobrevivir otro día. Y sin embargo no
son pocos los trabajadores que para mantener familias muchas veces demasiado
numerosas y para enfrentar los gastos inesperados, sobretodo medicinas, acaban
por endeudarse al colmado, empezando un circulo vicioso que con el pasar del
tiempo se hace siempre más difícil de romper, como cadenas invisibles apretadas
a los pies de nuevos esclavos.
Con
el pasar del tiempo la realidad se manifiesta en toda su dureza, y de las
promesas recibidas al empezar de la zafra solo queda el reproche de un eco
lejano, eterno retorno de una memoria colectiva impunemente traicionada.
Salarios infames, condiciones de trabajo inhumanas, seguros médicos
inexistentes, enfermedades ocupacionales, engaños, amenazas y violencias: son
estos los tristes eventos que marcan el ritmo del tiempo en los bateyes, donde
los derechos no tienen ciudadanía. Quizás porque no encuentran ciudadanos.
El
problema de los documentos, de hecho, en los bateyes como en el resto del pais,
es una cuestión de importancia fundamental, sobre todo para los nuevos nacidos,
hijos de padres haitianos, en territorio dominicano. Hasta el 2010, la Constitución
nacional preveía que la adquisición de la ciudadanía sea a través de ius
sanguinis o a través de ius soli, pero a partir de ese año, una nueva ley
sentenció que el derecho de sangre sería el único criterio. Poco mal, si no
fuera que se ha establecido aplicar la ley en forma retroactiva a comenzar de
1929, de hecho, desnacionalizando y volviendo apolidas miles de personas, con
todas las consecuencias del caso: imposibilidad a acceder a instrucción, a los
servicios sanitarios, al mundo del trabajo, en síntesis, a la vida civil del
país. De aquí, una situación altamente discriminante y peligrosa, hija de
políticas minoritarias ultranacionalistas que se alimentan de viejos rencores
históricos, pero que tienen una incidencia muy fuerte sobre la vida material de
interesadas familias.
Se
plantea la hipótesis que el número de haitianos en la Republica Dominicana esté
entre los 500 mil y el millón, aunque se trata de estimaciones difíciles de
verificar, ya que la mayoría de estas personas no disfruta de un estatus
jurídico regular.
Una
situación, evidentemente, que favorece el surgir y el perpetuarse de “zonas
protegidas”, como los bateyes, que por un lado garantizan a los braceros la
sobrevivencia sin el temor a ser deportados y repatriados, por el mismo hecho
que, por el otro lado, constituyen una preciosa reserva de mano de obra muy
cómodamente explotable.
Llegados
con la ilusión de poder trabajar esos 7-8 meses que dura la zafra para luego
poder regresar a Haití donde se encuentran sus familias con un poco de dinero
en los bolsillos, los braceros terminan por transcurrir su propia vida entera
en los bateyes, condenados a pagar un precio altísimo por haber ingenuamente
creído en el sueño de un mejor futuro.
Guardar
tan solo unos pocos dólares para el viaje de vuelta es un privilegio de pocos
afortunados que, sin embargo, de mala gana deciden quedarse, por la vergüenza a
presentarse con las manos vacías después de tanto tiempo. Zafra tras zafra, año
tras año, las esperanzas de volver a encontrar los queridos van disminuyendo y
dejan paso a una especie de rutina resignada.
Así,
en la oscura niebla que adelanta el amanecer, como en una guerra sin fin,
machete en la mano, los braceros se preparan una vez más para enfrentarse a la
cana de azúcar, que, indiferente a todo, continua creciendo.
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