domingo, 31 de julio de 2011

Juan Bosch: Memorias del Golpe (7)

   
                                Nuestra aspiración es que un día, 
                                            cuando los niños que estan empezando
                                            hoy a hablar sean hombres viejos y de
                                            nosotros no quede si no una cruz sobre una
                                            tumba, esos viejos les digan  a sus hijos que el
                                            compañero Juan vivió y murió pensando cada
                                            hora de cada día en servir a su pueblo".
                                                                                                      Juan Bosch
                               
FARID KURY
A la hora en que el gobierno caía herido de muerte y a mí me encerraban en el despacho presidencial, el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez trataba de impedir la consumación de los hechos. A Fernández Domínguez lo conocí en una casa en el ensanche Ozama a principios de diciembre de 1962, a escasos días de las elecciones. Me fue presentado por el licenciado Silvestre Alba de Moya, quien seria en mi gobierno Ministro de Trabajo, y por su cuñado Martín Fernández, hermano de Arlette Fernández, una distinguida mujer dominicana, a quien por su entereza he llegado a querer entrañablemente.
En aquella reunión habló poco. No era muy parlanchín. Se limitó a inquirir mi opinión respecto a la modernización de las Fuerzas Armadas. Me impresionó mucho. Tanto, que en una ocasión expresé que él era el dominicano que más me había impresionado a mi regreso del exilio.
Pronto advertí en él cualidades excepcionales. Supe que se trataba de un hombre limpio. De él brotaba una fuerza moral y una convicción que me impresionaron desde el primer momento.
Era un militar académico, bien preparado y defensor de la apoliticidad de las Fuerzas Armadas. Desarrollamos una mutua admiración y una fecunda amistad. Lo veía como el militar con el cual podía contar para impulsar el proceso de modernización de los cuerpos castrenses.
Mi querido coronel amaba su país, su patria. Era de los pocos militares que actuaban no por conveniencia personal, sino por convicción. Como yo, le asfixiaba la corrupción reinante en las Fuerzas Armadas y detestaba el protagonismo de su cúpula.
No ignoraba la conspiración que desafiante rondaba en los cuarteles. Yo mismo, en una ocasión le hablé de ella y le solicité organizar un grupo de militares leales a la constitución, para que cuando el caso lo requiriese, pudieran defender con éxito el gobierno. Todos percibíamos que llegarían momentos decisivos que bien podrían ser fatales para la salud de la república. Por eso, la tarde del 24 de septiembre, enterado de la tormenta cuartelaría que corría a la velocidad del rayo, reclamé urgente su presencia. En medio de toda aquella barahúnda deseaba a un oficial de mi confianza y con condiciones para sofocar la maledicencia.
Hernández Domínguez no era de los hombres que titubeaban en los momentos estelares, difíciles.
No era de los que esperaban con facilidad calculada el desarrollo de los acontecimientos para beneficiarse en término personal. No era de los que esperaban a ver con paciencia diabólica la inclinación de la balanza para tomar una decisión. No. Era de los que tienen ideas y principios y luchan a corazón partido para verlos prevalecer. Era de los que en su alma crecía vigoroso el sentimiento de la lealtad y solidaridad y de los que se entregaban a la causa de la patria y del amigo.
No fue cosa fácil localizar a Fernández Domínguez. Después de muchas averiguaciones, supe que estaba en Cenoví, un campo cercano a San Francisco de Macorís, en la finca de los padres de Arlette. Ordené mover tierra y cielo para hacerlo llegar pronto a Palacio. No había que perder un segundo. Había que actuar con astucia, con agilidad. Aún así, no fue sino hasta las diez de la noche cuando pudimos vernos y conversar.
Con dolor en mi alma le hablé de lo que ocurría a mi alrededor, y lo que ocurría era que los altos oficiales pretendían producir un golpe de Estado, por lo que debía inmediatamente contactar y movilizar a los militares que había organizado para actuar precisamente en una tempestad como esa. Pero, la verdad, dura verdad, era que disponía de poco tiempo para esa urgente tarea. Apenas dos horas después me tocaba reunirme con la cúpula militar. Se trataba de una carrera contra el reloj difícil de superar.
Convencido de que al costo que fuera, aún con su vida, debía detener el Golpe, se marchó a cumplir con su deber. Contactó algunos oficiales leales. Pero, como sucede siempre en momentos turbulentos, la cobardía y la debilidad de espíritu se apoderaron de algunos. No todos los hombres se entregan a todo riesgo a una causa. Hay muchos, la mayoría, no creen en eso de ser de los primeros en acudir a un llamado. Otros vieron escasas posibilidades de triunfo en un contragolpe. El caso es que sólo pudo reunir 12 oficiales dispuestos a entregar sus almas.
Así, la madrugada del 25, derrocado y preso ya, recibí un mensaje del coronel que decía: “Estamos listos para asaltar el Palacio; somos doce oficiales nada más, pero cumpliremos nuestro deber. Pedimos, sin embargo, que se le informe al Partido Revolucionario Dominicano a fin de que se desate una huelga general”.

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