domingo, 10 de julio de 2011

UN ARTICULO: Juan Bosch: Memorias del Golpe (3)

FARID KURY
FARID KURY
Ahora los rumores de una nueva intentona estaban tan calientes que quemaba. Ese día mis enemigos actuaban a sus anchas. Fui informado de movimientos inusuales en la Base Aérea de San Isidro, desde donde se orquestaba la conspiración. Entonces, en un intento por solucionar parte de los conflictos con las Fuerzas Armadas, requerí por mediación del jefe de los uniformados, Elby Viñas Román, al general Atila Luna, jefe de la Aviación, y al coronel Elías Wessin y Wessin, sindicados como jefes principales de la conspiración en marcha. Confiaba, como otras veces, en aplacar o neutralizar a los cabecillas. Pensaba que tal vez viéndonos, como en  julio pasado, cara a cara, desistirían de sus propósitos aviesos y antidemocráticos. Pero desafiantes se negaron a acatar mis órdenes. Ya, al parecer, les preocupaba poco o nada lo que pudiera pensar de ellos. De todas formas, la conspiración estaba en marcha y ya era difícil detenerla. A veces es imposible parar o desviar el curso de los acontecimientos. O se iban ellos de las filas o me iba yo del Palacio. Así de sencillo a veces son las cosas.
En todo eso pensaba cuando llegué a eso de las siete al despacho presidencial. Ahí iba a reunirme con la plana mayor militar y  dormir en la suite presidencial. No había olvidado el consejo mañanero de mi amigo y del propio jefe de las Fuerzas armadas. Lo recordaba perfectamente y actuaba en consecuencia. A mi ayudante militar, coronel Julio Amado Calderón Fernández, le había ordenado preparar una pequeña maleta con algunas ropas y otros instrumentos útiles porque dormir fuera de casa. Al llegar a Palacio ordené duplicar el número de guardianes de sesenta a ciento veinte. Era una señal de que no estaba dispuesto a permitir que la conspiración se consumara sin resistencia. Nunca había sido inclinado a la violencia. Pero el deber me obligaba a tomar medidas.
Ya a esa hora empezaban a llegar colaboradores y amigos. Sabían de  la conspiración y olfateaban que esa noche podía ser decisiva. El deber le llamaba a acercarse en esa hora crítica a su presidente. La lealtad, una cualidad hermosa y escasa, les obligaba a correr mi suerte. No había reversa. Los golpistas debían saber que el presidente no estaba solo. Que ese presidente, con su proceder democrático y humano, se había ganado el aprecio y el afecto de la población, y que esa población dispuesta estaba a protegerlo contra toda adversidad.
Yo era un presidente democrático, profundamente democrático. Había sufrido un exilio de 24 años y había aprendido que la democracia es el sistema al que debemos aspirar. Había tenido la oportunidad de ser amigo de los líderes democráticos de América Latina y con ellos había luchado contra las dictaduras del Caribe. Sentía pasión por la democracia y una inquebrantable fe por su viabilidad, aún en países atrasados, como el nuestro, calificados por mí en la década de los ochenta, de capitalismo tardío. En aquellos años de lucha anti trujillista jamás acaricié la idea de algún día presidir mi país. Sólo quería librarnos de ese sátrapa llamado Rafael Leonidas Trujillo. Pero la vida es así. El destino de los hombres, muchas veces, no depende de sus voluntades. El hombre, se ha dicho con razón, es el resultado de las circunstancias, y las circunstancias determinaron que yo sería el primer presidente elegido libremente después de la caída de la feroz tiranía de Trujillo aquel glorioso 30 de mayo de 1961.
Como presidente había aplicado con una paciencia bíblica los fundamentos de la democracia. Con virulencia había sido atacado. Pero interpretaba los ataques como un acierto de la democracia. No concibo un gobierno sin ataques y contrariedades. No me importaba que esos ataques hayan sido perversos y dirigidos a crear las condiciones para mi derrocamiento. Al país había llegado a luchar contra el odio y a propagar la tolerancia como fundamento básico de la convivencia en una República Dominicana diferente a la que había creado el trujillismo.
Mi pasión por la democracia me impedía reprimir a los enemigos de la democracia que conspiraban a la luz del día. A todos, todos, les respeté el derecho a discernir y hasta a conspirar. A veces, en mi intimidad, pienso que tal vez no debí respetar el alegado derecho a conspirar, porque en definitiva nadie tiene derecho a conspirar contra un gobierno elegido por la inmensa mayoría. Pero no fue suficiente tener un presidente tolerante. Era necesario sacarlo del poder. Derrocarlo. Desterrarlo. Incluso, si es preciso, asesinarlo. Me habían declarado, como dirían los musulmanes, una Guerra Santa, una Yihad, y no cesarían hasta verme lejos.
Fui elegido por cuatro años, pero a ellos no les importaba. No podían esperar a que terminara mí período. Si duraba cuatro años gobernando para el pueblo y enseñándolo a apreciar la democracia, sería más difícil luego derrocarme, y menos ganarle unas elecciones a un candidato apoyado por mí. Así razonaban. A mí no me interesaba la presidencia un minuto más allá de mi período. ¿Acáso no había sido yo el propiciador de una constitución que prohibía la reelección presidencial?
Para los conspiradores lo correcto era derrocarme. No les importaba un comino vulnerar la voluntad popular. ¿Qué podía significar voluntad popular o elecciones democráticas para unos militares o para una oligarquía que se consideraba destinataria del poder, de ese poder que a su entender habría de permitirles administrar a su antojo las enormes riquezas dejadas por el dictador Rafael Leonidas Trujillo?
Los acontecimientos han probado mi error de intentar disuadirlos de abandonar sus planes y de ver en la democracia el camino a seguir. Lo logrado en julio en San Isidro fue sólo algo pasajero. Nunca, nunca, nunca se resignarían a vivir en una sociedad democrática, en la que no fueran más que servidores públicos y guardianes de la seguridad de la nación. Ahora los militares, el clero, la oligarquía y los políticos contrarios al gobierno estaban mucho más unificados y compactos. Habían trabajado arduamente en la creación de las condiciones para el derrocamiento del gobierno.
Definitivamente los militares y sus socios políticos no pretendían ser parte de un régimen democrático y honesto. Yo había eliminado, o mejor dicho, intentado eliminar de los cuarteles las comisiones y las compras sobrevaluadas, dirigidas muchas veces  no a satisfacer requerimientos reales, sino a complacer los apetitos insaciables de quienes se habían propuesto hacerse ricos, muy ricos, a costa del Estado. En mí veían a un adversario incapaz de mancharse o de permitir que mis funcionarios hicieran de la corrupción un método de acumulación de riqueza. Un presidente así debía ser derrocado. Sin importar las consecuencias.
El enfrentamiento era inevitable. Impostergable. Era un enfrentamiento entre ideas y procederes diferentes. No había manera de conciliar mi proceder democrático y honesto con el proceder democrático y corrupto de los conspiradores. La hora de tocar los tambores había llegado. Ahora sólo faltaba saber quien ganaría la partida.

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